lunes, 13 de enero de 2014

Sobre la marcha, al piano

La escena debe ser de las más singulares que puedan verse hoy en una sala de conciertos. Nos encontramos en el imponente KKL, o Palacio de Congresos y Conciertos de Lucerna, lleno hasta la bandera. La estrella es una pianista que con naturalidad coge el micrófono y se pone a charlar con el público. Les pide que canten (o silben) alguna melodía, de preferencia bien conocida.
Los recatados suizos primero ríen con timidez, pero de a poco se lanzan a cantarle desde un fragmento de Beethoven hasta una canción tradicional pasando por el clásico latino Moliendo Café. La pianista escucha con atención, repite el motivo y se queda pensando con los ojos cerrados. Poco después, se lanza a tocar la pieza en formato de fuga, o de imponente preludio, añadiendo infinitas variaciones y colores.
Lo que el público del Festival de Lucerna está presenciando con indisimulado asombro es algo que fue la regla durante buena parte de la historia de la música, pero que se ha perdido (casi) por completo a partir del siglo XX. Se trata del olvidado arte de la improvisación clásica. Un arte en el que músicos como Bach, Liszt o Mozart fueron consumados maestros, y que renace gracias a Gabriela Montero.
Nacida en Caracas en 1970, es posible que el lector recuerde a Montero del día en que tocó ante cientos de millones de personas en la primera ceremonia de investidura de Barack Obama. Junto a Yo-Yo Ma e Itzhak Perlman, interpretó una pieza de John Williams compuesta para celebrar al primer presidente afroamericano de la Historia.
Gabriela Montero recibe a EL PAÍS para una extensa charla a orillas del Lago de Lucerna. Interrogada acerca de su arte, explica que, a su entender, la capacidad para improvisar es un talento que no se aprende, aunque admite que la improvisación jazzística es un caso distinto, “dado que en general se practica en grupo, y por eso es necesario que haya una arquitectura bien definida”.
Pero se impone una pregunta evidente: si la improvisación fue algo habitual durante siglos, ¿por qué es hoy algo extraordinario? “El problema es que ahora todo se graba, lo que ejerce una presión tremenda sobre los músicos. Mozart hablaba y bromeaba con su público. Pero hoy somos más conservadores porque estamos obsesionados con nuestro legado: la grabación”.
La pianista ha convertido en “marca de fábrica” las charlas con su público y los cantos con los que la gente le hace llegar sus temas. Según explica, el ritual es esencial pues hace que el público entienda que la improvisación nace ante sus ojos. “Que es algo irrepetible”, se entusiasma Montero.
“Lo curioso es que yo misma soy espectadora del proceso, como si me separara de mí para observar lo que ocurre. Improvisar es como abrir un grifo: siempre sale agua. Es como si en mi cabeza se creara un lienzo blanco en el que tiene lugar la creación. Es gracioso, pero de joven yo pensaba que todos los músicos improvisaban. Aunque yo no soy un bicho raro; los raros son los otros”, precisa entre risas.
Montero debe mucho a un encuentro providencial con una auténtica leyenda viviente del piano: la argentina Martha Argerich. “De joven tuve una profesora horrible, que me prohibió improvisar, borrando así algo esencial de mi naturaleza”, rememora la venezolana, “pero tras una charla con Martha, me pidió que tocara algo y se me ocurrió improvisar sobre ella: su vida y sus experiencias.
Martha quedó fascinada como una niña. Me preguntó: “¿y por qué no compartes este talento?” Luego me confesó que solo había conocido a otro músico con esta capacidad: su maestro Friedrich Gulda. Es así que llamó a sus contactos y me lanzó al mundo”.
Sigue la información en El País

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